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domingo, 14 de noviembre de 2010

Villa Lago Epecuen




En busca de la ciudad perdida: viaje a Villa Lago Epecuén

No hay aventura más propicia que emprender un viaje a un lugar que no existe, un sitio que alguna vez fue, pero que desapareció, que ni siquiera figura en los mapas.
La idea fue encontrar Villa Lago Epecuén. Para ello tuve que internarme en los confines de la provincia de Buenos Aires. Tomé la ruta 205 hasta Bolivar, empalmé la 65 hasta Guaminí y, en pleno ámbito de las lagunas encadenadas del oeste, alcancé la 33 hasta el cruce con la 60.
Carhué me recibió con los primeros claros de la madrugada. Indagué en la terminal por una habitación donde parar. El Hotel Avenida de la calle San Martín fue mi bunker. Luego de un descanso que se prolongó hasta casi el mediodía me dirigí a la biblioteca popular, como las que hay en cada pueblo de la Argentina. Busqué algunos datos, documentos, fotografías, testimonios y me informé sobre cómo llegar a la que los lugareños conocen como las Ruinas de Epecuén. Pasado el mediodía Me interné en unos caminos de tierra que surcaban los campos de Adolfo Alsina. Fui dejando atrás la ciudad de Carhué y con ella sus calles de asfalto corroído y mil veces reparado por el castigo que las napas colmadas de agua y sal hunden como a tantos garages de las viviendas de la localidad. Detrás quedaron también los barrios que luego del 85 dieron asiento a los afectados por la incontrolable inundación histórica.
Transité por un camino de tierra que parecía más corto. Al cabo de recorrer una distancia cercana a los 15 kilómetros desde el centro de Carhué, crucé un ramal ferroviario abandonado desde el cual se podía divisar una estación con un cartel que rezaba “LAGO EPECUÉN”, destruido, claro.
A continuación, una prolija fila de añosos árboles me condujeron hasta el olvido.
Ahí estaba, completamente sumergida. Yo sólo. Mezcla de entusiasmo por el hallazgo y miedo. La ciudad se encontraba absolutamente destruida. No había casi nada en pie. Hallé la calle principal, según los documentos, las viviendas todas caídas. Si no fuera por el agua que desbordó del lago Epecuén pensaba “aquí sacudió un terremoto…”
Lo que quedaba había sido invadido por el agua y la sal. Las estructuras derrumbadas, las paredes demolidas, los techos perforados y los árboles, muchos muertos, habían sido absorbidos por la sal, estaban completamente blanqueados. Encontré luego lo que supuse fue la escuela. Estaba parte hundida junto a los gritos del alumnado que se ahogó en el abandono.
Mirando el lago contemplé también el recuerdo de aquel medio millón de personas que anualmente buscaba en la villa apropiarse de los beneficios que los minerales del agua otorgaron a la salud de los turistas.
Identifiqué con la cartografía histórica el sitio donde se encontró el mítico castillo. De él sólo quedó un arco a punto de caer.
Me introduje con mis botas en el agua y me interné en algunas casas que alguna vez fueron de familia. Estaban muchas rellenadas con el sedimento del lago que se acumuló seguramente con alguna bajante. Tomé muestras de agua, de ladrillos, de trozos de árboles y saqué fotografía con una vieja cámara de 35 mm. Pensé que las imágenes no iban a salir ya que el día entristecía aún más el sórdido paisaje. El sol se había ocultado detrás de las nubes y el frío de aquel día de invierno alimentaba la angustia de la soledad. Recorrí y caminé por antiguas calles que aunque inundadas, lejos estaban de ser una Venecia americana.
Cuando la afonía del ambiente me aturdió, decidí retirarme y volver a Carhué para conocer algún lugar donde la presencia humana llenara el vacío que dejó Villa Lago Epecuén.
ARIEL MASTROGIACOMO

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