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lunes, 7 de febrero de 2011

Saldungaray



UN PUEBLO DE FORTINEROS E INDÍGENAS

Dicen que tomó el nombre de Pavón en 1863 y que se mantuvo activo hasta 1877. También que su origen se remontó a la época en que Juan Manuel de Rosas efectuó su campaña al desierto y que sirvió como una suerte de posta en un lugar estratégico para contener el avance de los indígenas.
El fortín Pavón se encuentra hoy en lo que es la localidad bonaerense de Saldungaray. Un pueblo de casas bajas de poco más de mil habitantes ubicado a 8 kilómetros de Sierra de la Ventana. Un lugar sin lujos, pero con mucha historia.
Protegido simbólicamente por un mangrullo de troncos, el fortín estaba ahí nomás, acompañado por las aguas del río Sauce Grande. Se lo veía tan tranquilo como la misma tarde de verano en que lo conocí.
Accedí por la ruta provincial 72. Tan destruida y peligrosa como casi todas las de la jurisdicción. Imposible ir a más de 60, Al menos aquella camioneta, único transporte público de la región, se notaba muy prudente.
Era la hora de la siesta. No había un alma. Apenas algún perro de pueblo dormido al pie de un árbol. Otro, vagabundo y sediento, me seguía con su mirada como a un forastero. El viento proveniente de la sierra estaba muy caliente, pero mucho más lo estaba el asfalto expuesto a los rayos de sol. Algún automóvil pasaba indiferente y extraño. Me dirigí al fortín asentado en uno de los extremos del pueblo que lleva el nombre de aquel vasco francés que en 1879 compró un montón de hectáreas y que ha sugerencia de su hijo se transformó en un poblado quedado en el tiempo.
En el fortín me recibió un grupo de chicos que apenas si pasaban los 14 años. Pertenecían a una rara agrupación conocida como Patrulla Blanca. Eran alumnos de las escuelas locales que durante todo el año, aun en vacaciones, dedicaban su tiempo a difundir su historia y su identidad a todo aquel turista que visitara Saldungaray. Vestidos en un prolijo uniforme azul y blanco me mostraron las instalaciones del fortín y con sus relatos me hicieron retroceder más de un siglo. Me contaron las penurias de la vida del fortinero. Poca comida, poco armamento, mucho peligro. El autoritarismo de los superiores que nunca pagaron los sueldos, los castigos que impusieron y los motines improvisados fueron moneda corriente en ese reducto. Hicieron referencia de un tal Teniente David Peña, según ellos, el militar que mayor rigor impuso con dolorosos castigos a los soldados desobedientes. Su vida terminó tan mal como el trato que daba a sus súbditos. Lo mataron en un sangriento motín y su cuerpo en avanzado estado de descomposición fue enterrado en el propio lugar. Debo reconocer que el relato me dio escalofríos. Pero lo peor que se recordó fueron las incursiones indígenas que asolaron la región, provocaron estragos humanos en medio del valle y se robaron todo aquello que pudo servir para vivir, o tal vez para recuperar lo perdido.
Los miembros de la Patrulla Blanca, orgullosos de su cultura, me recomendaron trasladarme a pie para visitar la gran atracción de Saldungaray: “el cementerio” ¿…? Nunca supe si realmente me estuvieron cargando. Me retiré por un caminito de tierra mirando hacia atrás, como perseguido por el fantasma del rudo teniente ultimado por sus soldados.
Tomé la calle Corrales y caminé aproximadamente un kilómetro. Busqué en mi mente razones que pudieran justificar la visita a un cementerio rural.
Desde la lejanía algo hizo llamar mi atención. Una enorme rueda con una cruz y en medio, la cara agónica, como pidiendo salvación, de un Cristo crucificado fue la atracción a la que se refirieron los chicos de la patrulla. Aquella construcción era un imponente portal que según pude corroborar más tarde, se llegaba a ver desde varios kilómetros en los ondulados campos aledaños. La referencia histórica decía que había sido erigido por Francisco Salamone hacia fines de la década del 30 y que, junto a numerosas obras de arquitectura gigantescas realizadas en otros municipios de la provincia, fueron encargados por el gobernador Manuel Fresco en una época en la que era necesario mostrar al mundo la grandeza de nuestras pampas. Tomé unas fotografías y pude compararla con la imagen del mismo portal que aparecía en un libro publicado hacia 1940, que adquirí en el parque Rivadavia, de esos que son de procedencia dudosa. Lo interesante de esta referencia es que las dos fotografías se veían prácticamente similares. El paso del tiempo no logró deteriorar demasiado aquella construcción. Se ve que el arquitecto era bueno en lo suyo.
Apenas si asomé la nariz para ver el interior del cementerio convenciéndome que lo mejor era alejarme de aquel sitio. El portal se fue ocultando detrás de los árboles. Me dirigí entonces al centro del pueblo, a un bar tradicional para tomar algo. Me habían recomendado degustar café. Un verdadero suicidio en pleno verano. La seducción del Café de Don Oscar, sito en Donado y Pellegrini se limitó a la máquina Express apostada sobre un viejo mostrador de madera. El artefacto que tenía la apariencia de una enorme caldera estaba en funcionamiento y databa de principios de siglo XX. Dicen que aquel que visita Saldungaray no debe dejar de pasar por el Café de Don Oscar. Así lo hice. El café era rico pero la temperatura me subió hasta el punto de ebullición. Por eso, saludando con respeto a los parroquianos, que reemplazaron el tradicional express por el fresco tinto servido en pingüino, retomé a la hora señalada la camioneta que mucho antes me había depositado en ese viaje al pasado prometiéndome que más adelante volvería a Saldungaray para explorar aquello que no pude ver.

ARIEL MASTRO

domingo, 14 de noviembre de 2010

Villa Lago Epecuen




En busca de la ciudad perdida: viaje a Villa Lago Epecuén

No hay aventura más propicia que emprender un viaje a un lugar que no existe, un sitio que alguna vez fue, pero que desapareció, que ni siquiera figura en los mapas.
La idea fue encontrar Villa Lago Epecuén. Para ello tuve que internarme en los confines de la provincia de Buenos Aires. Tomé la ruta 205 hasta Bolivar, empalmé la 65 hasta Guaminí y, en pleno ámbito de las lagunas encadenadas del oeste, alcancé la 33 hasta el cruce con la 60.
Carhué me recibió con los primeros claros de la madrugada. Indagué en la terminal por una habitación donde parar. El Hotel Avenida de la calle San Martín fue mi bunker. Luego de un descanso que se prolongó hasta casi el mediodía me dirigí a la biblioteca popular, como las que hay en cada pueblo de la Argentina. Busqué algunos datos, documentos, fotografías, testimonios y me informé sobre cómo llegar a la que los lugareños conocen como las Ruinas de Epecuén. Pasado el mediodía Me interné en unos caminos de tierra que surcaban los campos de Adolfo Alsina. Fui dejando atrás la ciudad de Carhué y con ella sus calles de asfalto corroído y mil veces reparado por el castigo que las napas colmadas de agua y sal hunden como a tantos garages de las viviendas de la localidad. Detrás quedaron también los barrios que luego del 85 dieron asiento a los afectados por la incontrolable inundación histórica.
Transité por un camino de tierra que parecía más corto. Al cabo de recorrer una distancia cercana a los 15 kilómetros desde el centro de Carhué, crucé un ramal ferroviario abandonado desde el cual se podía divisar una estación con un cartel que rezaba “LAGO EPECUÉN”, destruido, claro.
A continuación, una prolija fila de añosos árboles me condujeron hasta el olvido.
Ahí estaba, completamente sumergida. Yo sólo. Mezcla de entusiasmo por el hallazgo y miedo. La ciudad se encontraba absolutamente destruida. No había casi nada en pie. Hallé la calle principal, según los documentos, las viviendas todas caídas. Si no fuera por el agua que desbordó del lago Epecuén pensaba “aquí sacudió un terremoto…”
Lo que quedaba había sido invadido por el agua y la sal. Las estructuras derrumbadas, las paredes demolidas, los techos perforados y los árboles, muchos muertos, habían sido absorbidos por la sal, estaban completamente blanqueados. Encontré luego lo que supuse fue la escuela. Estaba parte hundida junto a los gritos del alumnado que se ahogó en el abandono.
Mirando el lago contemplé también el recuerdo de aquel medio millón de personas que anualmente buscaba en la villa apropiarse de los beneficios que los minerales del agua otorgaron a la salud de los turistas.
Identifiqué con la cartografía histórica el sitio donde se encontró el mítico castillo. De él sólo quedó un arco a punto de caer.
Me introduje con mis botas en el agua y me interné en algunas casas que alguna vez fueron de familia. Estaban muchas rellenadas con el sedimento del lago que se acumuló seguramente con alguna bajante. Tomé muestras de agua, de ladrillos, de trozos de árboles y saqué fotografía con una vieja cámara de 35 mm. Pensé que las imágenes no iban a salir ya que el día entristecía aún más el sórdido paisaje. El sol se había ocultado detrás de las nubes y el frío de aquel día de invierno alimentaba la angustia de la soledad. Recorrí y caminé por antiguas calles que aunque inundadas, lejos estaban de ser una Venecia americana.
Cuando la afonía del ambiente me aturdió, decidí retirarme y volver a Carhué para conocer algún lugar donde la presencia humana llenara el vacío que dejó Villa Lago Epecuén.
ARIEL MASTROGIACOMO

domingo, 7 de noviembre de 2010

Rubens en el Museo del Prado

Nos llega esta información, valiosa para aquellos que viajen a Europa en los proximos dos meses.